Feria del Libro de Puerto Montt, año 2005. Sorprendemos in fraganti a un ladrón que quiere robarnos un libro, alertados por un guardia de la organización; el tipo se da cuenta que lo observamos y se queda parado mirándonos con una sonrisa desafiante; lanza una amenaza entre dientes y se marcha riéndose.
Feria del Libro de Puerto Varas, año 2004, público infantil. Segundo día: una profesora con delantal se me acerca y me dice: “Señor, hay alguien que quiere decirle algo”. Una pequeñita se acerca y me pasa un libro diciéndome: “Disculpe, señor, yo se lo tomé”.
La misma feria, año 2005. Primer día, llegan los escolares de visita y se produce la primera baja. Esperada, por cierto, pero no deseada.
Hace una semana, en el nuevo local, tres de la tarde. Rompen un vidrio de la puerta y tratan de forzar la cerradura, pero ésta ofrece resistencia y la alarma los ahuyenta. Los dos tipos salen caminando como si nada hubiera pasado.
En fin, a pesar de todo esto, nuestro deber es sonreír, atender lo mejor posible y seguir soñando con una sociedad mejor, aunque no esté muy de moda la utopía (tener librería y vivir de esto es lo que llamamos una verdadera “utopía”), porque en Chile cada vez se lee menos, y de lo que se lee no es mucho lo que se aprovecha, porque el nivel de comprensión lectora de nuestros jóvenes es pobre y un 67 % de los niños llegan del colegio a sus casa a ver televisión y a jugar en el computador (los que llegan), o porque los adultos terminan extenuados al final de dilatadas jornadas laborales para poder cumplir con los niveles de consumo y se entregan al poder de la televisión, y los medios de prensa escrita masivos rinden culto a la cultura desechable y así la palabra “farándula” nos suena a todos más que la poesía de Gelman o la prosa endiablada de Cortázar, o porque el Gobierno ha gastado millones en informatizar a la sociedad, en convertir a los jóvenes de todo el país en “seres conectados”, pero jamás hemos visto ninguna campaña pública sostenida en el tiempo para promover la lectura. Así es que vemos desfilar a jóvenes por la librería pidiéndonos ojalá un resumen del libro que dieron a leer en la escuela, o escuchar la queja “tanto que dan a leer hoy día”. Sin embargo -hay que reconocerlo-, en el colegio se está tratando de cambiar los hábitos de lectura, pero mientras haya una página en la web con resúmenes de los libros e, incluso, hay páginas que traen hasta los cuestionarios posibles que puede hacer el profesor con sus respectivas respuestas; entonces, “¡Más valdría, en verdad, que se lo coman todo y acabemos!”, como dice Vallejo.
Por eso cuando la gente se queja de que los libros están tan caros y que en Chile nadie lee por tal motivo, o que el IVA nos aleja de la lectura, a nadie se le ocurre alegar que vestirse cueste tan caro, o que tanto trasto inútil para mantenernos dentro de la modernidad nos cueste tanto, o que sostener el nuevo mundo de las apariencias no nos deje plata para leer. No nos engañemos más, que ya nuestra historia está plagada de farsas: si no leemos es porque no nos gusta y, lo peor, quizás es porque no entendamos o porque nos dé sueño y sea más entretenida la televisión o navegar por la web. Así que, mi querido lector, tenga cuidado, porque si no le roban los ladrones de siempre, hay otros más poderosos que acechan en descampado para robarle algo más que sus sueños, porque siempre hay alguien a quien le conviene que nos falte algo para que a él le sobre.
¿A quién le conviene que leamos tan poco o que seamos tan ignorantes?